El perro se lame las heridas, se las limpia como puede y no porque sepa que ahí tiene una herida, sino porque le duele, y no hay otra forma de detener ese dolor. Lo hace por instinto, ni siquiera está consciente de lo que hace, pero lo hace.
No construye muros a su alrededor para protegerse de los daños que vienen, porque no sabe si vienen más daños, pero ya está condicionado, y sabe de lo que tiene que alejarse. Es raro ver perros que no lo hagan, pero él si lo hace, y cada vez que ve eso que le hizo daño alguna vez, decide alejarse, o a lo más tener extrema precaución. Pero ahora se lame las heridas, las limpia y las cuida, y luego devuelve la mirada hacia la vereda de enfrente donde pasan las personas, con prisa hacia su destino. Y los mira pasar de un lado a otro, hasta que otra herida empieza a doler, y ahí va otra vez a lamerse, porque ni siquiera puede moverse.
Está en un callejón sin salida. Es decir hay una salida, pero prefiere quedarse ahí, porque se siente más cómodo. Está en un pedazo de cartón bastante blando y acogedor, y tiene un pedazo de saco de algo, donde se acurruca por las noches cuando tiene frío. Y si hace más frío aún, tiene una táctica que nunca le falla: cierra los ojos muy fuerte, respira profundamente, y va directo a los días de su niñez perruna, cuando era todavía un cachorro mimado por su perra madre, y sólo vivía debajo de ese pelaje tan cómodo e infinito, porque podía pasarse horas indagando en él y no se acababa nunca; era como dar la vuelta eterna al mundo.
Así recuerda olores, amor, maullidos, y la respiración juega un rol importante, porque termina quedándose dormido. No le preocupa despertarse al otro día: está en un callejón sin salida, y lo único que tiene son el cartón, el saco, y unas cuantas heridas que cuidar.
Respira, se queda dormido, y no le preocupa no despertar.
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