These broken hands of mine

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Los títulos siempre son difíciles. No webee

 

Una mañana despertó y estaba viva. Era una mañana soleada, con ese sol seco que pega tan fuerte que dan ganas de dejar de hacer lo que se hace y regresar al estado de inactividad que se estaba. Pero su hasta entonces madre no podía dejar así no más lo que estaba haciendo. Estaba dando a luz a cuatro cachorros bien parados, manchados café sobre el pelaje plomo, que en sus vidas futuras cazarían conejos, acompañarían ancianas, serían sabuesos criadores de niños, y el infaltable callejero. Pero para ella no era un problema ser callejera, sino más bien, era todo un dilema haber nacido una mañana de sol seca, porque no tendría nada interesante que contarle a sus nietos cuando éstos le pregunten por su nacimiento. Y aunque no tenía hijos que le dieran problemas todavía, vaya que era importante pensar en las historias que se le iban a contar a los nietos.

A pesar de todo, era una perra afortunada. Era de esas que nació de una perra suelta que se cruzó con el primer perro que le movió mejor la cola. Y como no, si fue el que más la defendió cuando la jauría se acercó a ella. Entonces no se hizo de rogar e hicieron a los cuatro perritos. Nacieron en una iglesia, y eso fue toda una fortuna porque en lugares como esos el espíritu santo y el señor resucitado movía los corazones de los fieles hasta el punto en que unas orejas caídas conmovían hasta al alma más irrompible. Así sobrevivieron hasta que a su mamá le dieron vidrio molido por robarse los cortes de la carnicería de enfrente. Cuando los cachorros quedaron solos empezó el remate, pero nadie iba a querer a otra perra suelta más, así que no le quedó otra que quedarse ahí.

Los niños le llevaban dulces. Las señoras uno que otro pancito, y el cura le daba el desayuno cuando llegaba, y la cena cuando se iba. A cambio de eso cuidaba a los santos depresivos. Nunca logró entender por qué la gente sufría tanto allá adentro. Pero después entendió que eran cosas duras que no se movían, que no hablaban y que no eran iguales a esas personas que le daban que comer. Para sus amigos perros era reina y señora del lugar. Nadie se metía en su territorio. Ni siquiera el perro más guapo a sus ojos, y es que los perros tienen muy arraigada esa cosa territorial que marcan con sus ganas de ir al baño. Ella era la más conocida de la cuadra, y todos sus amigos perros también la querían mucho, porque cada pancito que le tiraban las señoras, ella no se lo comía: se lo llevaba al patio de atrás, y llegada la noche hacía un hueco enorme bajo la reja para que entraran los más hambrientos y repartían su propio pan en partes iguales. Una vez uno quiso pasarse de listo, pero ése nunca más volvió a entrar.

Nunca atacó a nadie. Era sola, bien parada y de un genio intratable. Pero todos sus amigos sabían que podían contar siempre con ella. Porque era la perrita que dormía al lado del niño Dios en el pesebre para navidad, debajo de las luces de colores.

 

dog

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