These broken hands of mine

miércoles, 29 de septiembre de 2010

El violinista de la Plaza de la Juventud

Como cada mañana que paseaba por el D.F., Samuel simula ser un caminante más de la Plaza de la Juventud en plena ciudad, hasta que baja de su espalda el estuche de cuero reforzado, lo deja en el suelo de arcilla, abierto por si alguien desea contribuir, y comienza su oficio: nota a nota, cada partitura que interpreta cuando el crin entra en contacto con las cuerdas del pequeño violín es una melodía que nace desde lo más profundo de su corazón. Le transporta a cada momento bueno de su vida: cuando de niño su padre le enseñó a tocar con los oídos y no sólo con las manos en la vieja casita de campo donde vivían. Cuando al regresar al anochecer, su querida Matilde tiene lista la comida y dormido el niño se sienta junto a él a escuchar el relato de cómo estuvo su día. Una y otra vez, mientras pasan como películas por su mente las partituras de las canciones, dibuja en el cielo todos esos recuerdos, hasta que la vecina de la florería de la esquina lo mira poco disimuladamente, suspendida en el aire por el tibio sopor del amor, porque claramente, lo que más le enboba no es la música del violín, sino el mismo violinista entonando su concierto. Mientras en la casa la esposa lava las ropas, el niño juega con las figuritas que sus primos le han regalado. Están ya viejos, usados y desteñidos. Pero al niño le hacen feliz, y esa sonrisa inocente es la única recompensa de Samuel, cuando al marcharse de la plaza lleva unos pocos pesos recogidos del estuche de cuero reforzado que amablemente la gente le ha entregado. No es la sonrisa de la vecina. Es el bienestar de su familia.
Una noche, las limosnas no fueron suficientes. Tenía que encontrar un trabajo. Dejó el violín en casa para ayudar a la vecina en la florería. Pero entonces la vecina ya no lo miró con los mismos ojos. Cortaba tallos de flores, los tiraba a la basura y los devolvía a los baldes con agua. Todos los días lo mismo, y su lugar en la plaza con el violín seguía vacío.
Otra noche, parecida a la que debió dejar el violín, llegó a la casa y el niño tenía las cuerdas entre sus dientes recién salidos, el crin partido por la mitad en una esquina, y las clavijas vacías reclamaban atención. Esa noche terminó de morir el sueño.

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