These broken hands of mine

miércoles, 23 de noviembre de 2011

(Extensión cuento anterior)

Parada en medio del banco, sin poder moverse y sin saber qué hacer, estaba terriblemente avergonzada, y su cara estaba roja  y sin expresión. Frente a ella, Pablo, el conductor del programa de bromas, sonreía como un ganador porque había conseguido a la víctima perfecta. Las demás personas en el banco reían a carcajadas de la situación: desde los banqueros y ejecutivos que pasaban su vida encerrados en sus cubículos, hasta las señoras que hacían la fila con sus vestiditos floreados y sus carteras gigantes bajo el brazo. Paula sentía su cara arder mezcla de rabia y vergüenza: no sabía qué hacer o qué decir, porque todo podía ser usado en su contra. Tenía dos opciones: rendirse y aceptar que había sido engañada, o jugar también ella un poco. Tomó aire y gritó: “¿Me puedes explicar qué está pasando aquí? ¿Por qué estás haciendo esto?” Pablo la miró sonriendo aún, y le explicó de nuevo que se trataba de una cámara indiscreta, pero ella lo interrumpió, gritando: “Ah, ¿o sea que a esto te estás dedicando ahora? Andas jugando por ahí con camaritas y riéndote de la gente? ¿Cuánto te pagan? ¿Cuánto te están pagando por hacer el ridículo?” Confundido, Pablo no supo qué responder, las risas desaparecieron, y todos en el banco se preguntaban qué estaba pasando allí. “Perdone señorita, pero no le entiendo. Le repito que esto es una broma, y allí está su cámara”. –Dijo mientras señalaba una cámara de vigilancia en un rincón. Trató de sacarla de la fila tomándola por un brazo, pero ella se liberó violentamente y empezó a gritar aún más fuerte: “¡No me vengas con estupideces por favor! ¡Así es como piensas salvar a nuestra familia? Claro, una como tonta trabajando todo el día para alimentar a las dos guaguas que me hiciste, y él anda puro perdiendo el tiempo haciendo bromitas para la tele. ¿Con qué piensas que se alimenta una familia, tarado?” Pablo estaba horrorizado y bajando la voz trató de explicarle que él era sólo un actor que trabajaba en eso y en una pequeña compañía de teatro no muy exitosa, y que tal vez lo estaba confundiendo con alguien más. “¡¿Y ahora me desconoces?! ¡Eres un imbécil! No, yo soy la imbécil. No sé en qué estaba cuando dejé que me hicieras dos guaguas. Y te creí cuando me dijiste que ibas a buscar trabajo e ibas a madurar. Eres un sinvergüenza, un descarado, y que toda esta gente lo sepa: -Alzó la voz y se dirigió a todos los que estaban en el banco.- ¡Este hombre me dejó tirada con dos guaguas y yo lo tengo que mantener! ¡Es un desgraciado, me prometió que iba a cambiar y aquí lo tienen jugando con camaritas y con dos hijos muertos de hambre en la casa!” Cuando vio que las cosas se salían de control, Pablo sonrió: la miró fijamente con cara de “me encantas cuando haces estos shows”, se quitó el pelo rubio que tenía sobre la cabeza y mostró una cabeza calva, se sacó una máscara de goma de la cara y se puso unos lentes gruesos de marco negro. Ella lo miró sorprendida y abriendo la boca, impresionada. Él dijo: “No soy ningún conductor de ningún programa. Soy el tipo con el que salías hasta dos semanas. Me dijiste que no me querías seguir viendo, y yo te dije que no te dejaría ir. Aquí estoy, jugándomela. ¿Quieres casarte conmigo?”.

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